José H. Polo, el don de la palabra.

jose-hernandez-poloLa muerte siempre sorprende, siempre incomoda y nos envuelve en un sentimiento lacerante de haber perdido a alguien valioso; más aún, si con él compartimos vivencias y, sobre todo, una relevante proximidad en la forma de mirar y entender ese mundo desquiciado que nos rodea.

José H. Polo, como así solía firmar sus artículos cuando no hacía uso de alguno de sus frecuentes seudónimos, era un hombre afable, de fácil conversación. Dotado de una gran empatía para concebir y comprender puntos de vista alejados del suyo, también fascinaba a quienes menos lo conocían por su altura de miras y capacidad para escuchar. Tanto él como su esposa María Pilar forman parte de mi familia, quizá distante en cuanto al vínculo pero muy cercana en el afecto, compañeros de mesa y mantel en los Congresos de la AAE, excelente ocasión para departir sobre lo divino y lo humano o profundizar en una relación sumamente enriquecedora.

José, aunque de raíces aragonesas, nació en Madrid, donde vivió sus primeros y agitados años bajo las bombas del cruel e interminable asedio de la capital; también allí, años después de finalizar la contienda, cursó Derecho y Periodismo y publicó sus primeros artículos en el diario YA y en ABC hasta que, en 1961, se trasladó a Zaragoza, donde muy pronto se incorporaría a la redacción de Heraldo de Aragón, eje de la mayor parte de su trayectoria profesional. Periodista de vocación y articulista fecundo, solía afirmar: “Los periodistas estorbamos siempre al poder y menos mal, es de lo que podemos sentirnos orgullosos”; fiel y respetuoso seguidor de lar normas dictadas por la RAE, también presumía de dar cumplida cuenta de una obligación autoimpuesta: “Defender nuestra lengua de los ataques”, labor omnipresente en su vasto recorrido por diversos géneros literarios.

Hombre muy culto, tremendamente sencillo y humilde, tuvo a gala trabajar con esmero cada palabra y recoveco de una lengua que tan cabalmente conocía, a despecho del vasto discurso inconexo de tanto escribidor desbocado, cuya rebosante verborrea adormece el espíritu crítico hasta sumirlo en un profundo estado de letargo. Hoy ya no se lleva el cultivo paciente y esforzado del arte de escribir; parece como si ya ni siquiera importara una mínima corrección gramatical, tantos son los desafueros que desbordan las páginas impresas hasta el punto de desvirtuar lo escrito. Con José H. Polo hemos perdido un diligente adalid que siempre tuvo a bien el respeto hacia las normas de uso del español; alguien para quien la corrección lingüística fue la base firme en la que debe apoyarse cualquier escrito, como paso necesario aunque insuficiente para su publicación.

No pudo menos sino irrumpir en el territorio de la narrativa con varias obras en las que destaca su calidad literaria y perfecto uso de la lengua; incluso hizo sus pinitos en la poesía, pues estaba a punto de ver la luz “Supervivientes”, una antología de sus poemas editada por Olifante. En el fondo de sus páginas brilla tenue un chispazo socarrón, fina ironía matizada por una sensibilidad exquisita, que le permitía hurgar en lacras y afecciones sin que por ello se enconase en los males de una sociedad ciertamente dislocada. Sabía huir de las prisas tanto como eludir los intereses mercantilistas y la tutela insidiosa de los poderosos; acercarse con piedad a la verdad desnuda y ejercer una crítica, jamás amarga, que le granjeó un gran respeto a uno y otro lado de ese camino recto por el que siempre quiso transitar.

Carmen Bandrés Sánchez-Cruzat. Enero 2017.

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