Víctor Ramón Beltrán. Relato

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La araña

Un elefante se balanceaba

sobre la tela de una araña,

 como veía que no se caía

fue a llamar a otro elefante…

Canción infantil.

     Cantaba, cada noche, su abuelo para que se durmiera y el niño, cada noche, subía más elefantes a la tela de la araña.  Una araña roja, pero no de rojo carmesí ni de rojo crepuscular, sino de un rojo pálido, casi blanquecino, un blanco rojizo más bien.  Aquella canción infantil ayudaba a Julián a conciliar el sueño cuando los monstruos del pasillo amenazaban con aparecer.  Se la enseñó su abuelo, que ya desde la cuna lo acostumbró a dormir escuchando su voz, tarareando canciones, casi masticando las notas y saboreándolas una a una para que su nieto, una vez hubiese crecido, tuviera el oído musical que a él le hubiera gustado tener.  De momento, con cinco años, el pequeño Julián podía recitar más de veinte canciones de memoria, pero la que más le gustaba con diferencia era la de la araña y los elefantes.

     Julián llevaba mucho tiempo escuchando ruidos en el pasillo, tras la medianoche.  Se ocultaba bajo la sábana y cantaba la canción de la araña y los elefantes hasta que conseguía tranquilizarse.  Cada vez los ruidos eran más continuos, y cada vez los elefantes eran más, y cada vez la tela de la araña se quebraba más.  Esa noche, Julián pidió a su abuelo que se quedara a pasar la noche con él.  Le daba miedo dormir, incluso con la luz encendida, y necesitaba a su protector, a su abuelo.  Una mano suya hacía más que cualquier feroz soldado apostado en la puerta de su habitación, una mano fuerte y calurosa, cubierta por callos de una vida sin descanso.  Una mano que, tras taparse hasta el cuello con la sábana blanca de su cama, le dio.  Julián sacó su pequeña mano hasta encontrar la de su abuelo, la apretó bien fuerte y le pidió que le cantara la canción de la araña y los elefantes.  Él la empezó a cantar y su nieto, con una sonrisa de tranquilidad, escuchaba la voz de su abuelo.  Así se durmió Julián, protegido de los monstruos del pasillo.

    Pero despertó, y no de día, sino de madrugada.  Escuchó unos ruidos, provenían del pasillo, de la lejanía del mismo; unos ruidos que hacían que Julián moviese sus pupilas tan rápido como éstas le permitían.  Se despertó sin su abuelo sentado al lado, sin su mano protectora, sin su voz tranquilizadora.  Se despertó con miedo.  ¿Dónde estaba su abuelo?  Le prometió que estaría allí toda la noche, vigilando que ningún monstruo entrase.  Su abuelo no le mentiría, algo había pasado.  Quizás, por protegerle, había ido demasiado lejos al enfrentarse con los monstruos del pasillo.  Con la mano temblorosa se quitó la sábana, bajó al suelo de un salto y, olvidándose de ponerse las zapatillas, se fue descalzo al pasillo, oscuro y tenebroso, a enfrentarse a sus miedos, a salvar a su abuelo.  Agarró la espada de gomaespuma gris que le regalaron por su cumpleaños, la agarró muy fuerte, como si agarrase su mano protectora, y dobló el marco de la puerta.  La canción de la araña y los elefantes resonaba, como un eco, a través del pasillo.  Estaba tan oscuro que no se veía el final, y Julián sabía lo que había al final: teóricamente estaba la cocina pero, en realidad, de noche no sabía qué podía encontrar.

     Un ruido, de golpe, en el lateral izquierdo.  Julián se dio la vuelta y blandió su espada cerrando los ojos.  Sólo dio al aire.  Respiró hondo, estaba a salvo.  En la oscuridad, justo detrás de su oído, acercándose por la nuca, un siseante sonido que parecía cantar la canción de la araña y los elefantes.  “Seis elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña…”  Julián se giró, con el corazón a mil por hora, pero su espada no tocó nada.  Un salto hacia atrás.  Julián se dio con la cabeza en la pared, la agachó y se acarició con la mano.  Dolía.

– Siete elefantes se balanceaban…

De nuevo la voz siseante.  Provenía de todas partes, de cada esquina, de cada rincón oscuro, de cada zona en penumbra.

– ¿Dónde está mi abuelo?

Preguntó Julián, con una voz entrecortada, llena de miedo y de valor.

– Juguemos a las adivinanzas.  Ocho elefantes se balanceaban en la tela de la araña, ¿cuántos elefantes se podrán balancear antes de que la tela se rompa?

Julián puso su espalda pegada contra la pared.

– ¿Por qué no te vas? – agarró con más fuerza la espada de gomaespuma.

– Porque estoy aquí para ocuparme de ti, no me iré hasta que dejes de tener miedo a la oscuridad y a lo que hay en ella.

– Das miedo.

– Yo siempre existiré, es mejor que dejes de creer que existo, así no pensaras en mí.  Piensa en mí como los ruidos propios de la noche, como el viento a través de la ventana, las latas que ruedan por la acera, como las discusiones de los vecinos.

– Si dejo de creer en ti, ¿me devolverás a mi abuelo?

Una figura de mil ojos salió de la oscuridad.  Dientes afilados y un cuerpo peludo; se reconocía la forma de una araña, humanizada, o algo parecido.  Cada vez que abría la boca su lengua, partida en dos, chocaba con sus colmillos, regalando un sonido irritante, un sonido peliagudo.

– Soy Aradurna, aunque también me llaman la araña tejedora.  Vivo aquí y allá, junto al resto de mi progenie y, lo único que pedimos, es que nos ignoréis o los niños sufriréis las consecuencias de habernos conocido.

 

     Julián despertó por la mañana, en su cama, con la espada de gomaespuma en su mano.  El sol entraba por la ventana y alguien la había abierto.  Si su abuelo estaba vivo, prometió al dios que rezaba, olvidaría todo lo referente a La araña tejedora, lo olvidaría y se haría mayor, se haría un chico grande que no tiene miedo a la oscuridad ni a sus monstruos.  Confundiría, como todos, los ruidos de la noche con meros contratiempos del silencio nocturno.  De un salto bajó de la cama y se dirigió hacia la cocina, ahí estaba su abuelo.  Le abrazó.

– Gracias por no irte abuelo.

– Es mi deber como tu protector.  Seguro que la canción de la araña y los elefantes te ayudó a conciliar el sueño, cuando quieras la completamos, ¿a ver, cuántos elefantes caben en la red de la araña sin que ésta se rompa?

– Ninguno abuelo, ya soy mayor para esas canciones. – mintió Julián.