Vicky Peña. Relatos

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 Un hombre solo

Dijo que esta vez no fallaría. Besó a su esposa y salió sonriente a la arena. El mago y director del circo todavía estaba presentando al artista, y los vítores que estallaron cuando salió a punto estuvieron de hacer callar al presentador. El volatinero saludaba con ambas manos a su público y sonreía. Desde las bambalinas, su mujer lo miraba preocupada. Siempre era la misma historia, él subía por la escalera mientras los niños lo miraban con los ojos muy abiertos, y luego el público callaba en cuanto ponía un pie en el alambre, y ella, escondida, temía por la vida de su marido. A veces le daba por pensar que aquel espectáculo era una metáfora de su matrimonio; siempre sobre la cuerda floja, haciendo equilibrios para contentar al público, con la amenaza de que un paso mal dado echase todo a perder…sin embargo, el equilibrista siempre llegaba al otro lado, volvía a pisar tierra firme, y el presentador pedía un aplauso.

Pero esta vez no fue así.

Lo primero que cayó a la arena fue el contrapeso, produciendo un gran estruendo que envolvió la carpa entera. Los asistentes, tan tranquilos y despreocupados por su propia vida, sentados en sus asientos, comenzaron a levantarse, a abrir las bocas, a tapárselas con las manos de puro horror, los corazones comenzaron a palpitar con fuerza, y una señora pegó un gritito. La caída era inevitable.

Observó impasible cómo su marido cedía a la gravedad, cómo se desplomaba en el suelo cual marioneta a la que le han cortado los hilos, haciendo que los huesos, músculos y articulaciones perdieran su sentido. Se quedó paralizada, no podía pensar en lo que estaba pasando, ni salir a la arena junto a sus compañeros del circo, que comenzaban a apelotonarse alrededor del hombre y pedían al público calma y ambulancias. Sólo podía pensar en que al final había ocurrido, se había caído… Tendría que haber imaginado que acabaría ocurriendo, desde el día en que lo conoció, saltando por las ramas de los árboles de su pueblo. Solo podía recordar la mirada tan dulce que el chico tenía a los quince años, las manzanas caramelizadas que le compró, el primer beso junto a la jaula de los leones, pero también la promesa incumplida de que dejaría el circo por ella, la cara y las excusas que puso cuando ella le pidió tener niños, el revolcón a escondidas con la contorsionista, también junto a la jaula de los leones. Suspiró y decidió permanecer allí, entre bambalinas.

Escondida, comprendió que él siempre le había fallado.

 

Andrea

El fuerte olor a antiséptico que tenía el hospital siempre hacía que me marease al entrar. Pero ese día iba bien preparada; había desayunado en condiciones y un maravilloso resfriado me había taponado de manera natural la nariz, así que nada me iba a impedir ver a mi yayo, al cual habían operado de la cadera. Mi madre me había dicho que estaba recuperándose poco a poco, y que en unos días le darían el alta, que no hacía falta que le fuera a ver si no quería. ¿Pero cómo no voy a querer, madre? Le espeté. Era el último abuelo que me quedaba y quería verlo para asegurarme de que verdaderamente estaba bien, y ya, de paso, contarle los últimos cotilleos referentes a mí persona, para que se animara; el más relevante, que había empezado a salir con un chico.

Para cuando llegué a la puerta enumerada, me sorprendió un señor que salió por la misma, muy alto y muy bien vestido, con una camisa, un chaleco y una americana, ¡sólo le faltaba el reloj del bolsillo! No me pidió disculpas por haberme asustado y se dirigió hacia los ascensores con paso ligero. Me pareció algo maleducado, pero no le di importancia y entré.

Mi abuelo estaba tumbado sobre la cama más próxima a la ventana, mirando a través de ella las hermosas vistas que tenía de la Romareda. La cama de al lado estaba vacía, lo cual, pensé, podía significar algo bueno….o algo malo….

-¡Hola, abuelo! ¿Cómo estás? – saludé mientras me acercaba a su cama. El hombre se giró emocionado y me acercó las mejillas para que se las besara.

-¡Ay, mi niña! ¡Has venido a verme!- Exclamó. Le di dos besos y me senté al borde de la cama, observando con curiosidad el gotero que estabilizaba al señor. Le pregunté cómo se encontraba, cómo había ido la operación, si le dolía mucho, si le daban bien de comer…Él respondió a todo muy rápidamente, como si no tuviera importancia. Y luego me preguntó por mis padres, y por mí.

-Pues…he conocido a un chico, y hemos empezado a salir.- Cuando dije aquello mi abuelo me miró con los ojos muy abiertos durante un segundo, y luego suspiró. Me tendió una mano (la que no tenía enganchada al gotero) y sonrió con ternura.

-Supongo que ya te has hecho mayor…-Dijo, y me apretó la mano.- Se te ve en los ojillos, te brillan de manera especial…dime, ¿estás enamorada?

En vez de responder, me ruboricé y desvié un poco la vista hacia el suelo.

Mi abuelo suspiró otra vez.

-Recuerdo perfectamente mi primer amor, cariño.-Comenzó. Sabía que iba a contarme alguna de sus historias. –Fue durante el verano de mis dieciséis años, cuando trabajaba en aquel restaurante de Peñíscola sirviendo a turistas extranjeros.

-¡Oye!- le interrumpí- A la abuela no la conociste en Peñíscola….-

Comprendí, de repente, que no me estaba hablando de ella, precisamente…- ¿Ella sabía algo de esta historia?

-No, no- contestó mi abuelo.- Ella jamás lo entendería, y tu madre tampoco. Pero sé que tú lo comprenderás mejor, por eso te quiero contar la historia. Deja que continúe…Un día, mis ojos se cruzaron con los de la persona más bella que había visto, en mi vida. Se llamaba Andrea y había pedido mi postre favorito: flan con nata. Todos los días pedía lo mismo, y siempre se lo servía yo. Por fin un día me preguntó a qué hora salía de trabajar y…bueno- ahora fue él quien se ruborizó.- el resto te lo puedes imaginar.

-Oh-dije, llena de emoción- ¡fue un amor de verano!

-Más que eso- me aseguró el hombre.- En sus ojos podía ver las estrellas de día y el Sol por la noche, si mis manos rozaban las suyas cuando me tendía el platito de la cuenta sonreía como un bobo…Nos veíamos a escondidas, en la playa, mientras nuestros padres dormían, y nos besábamos y paseábamos por la arena. Sé que estaría muy mal visto, que mis padres me habrían echado de casa si se enteraban, pero no me importaba, era nuestro secreto, lo que nos mantenía unidos.

-Jo, abuelo, no sabía que tenías esa vena tan romántica, vas a hacer que me emocione…- le advertí.

-No todo fue tan bonito, cariño. Al final del verano, tenía que marcharse, y yo también. Un último beso a la orilla del mar, y un último flan pusieron fin a nuestra historia…al menos, en parte.

-¿En parte?- pregunté.

-Sí…prometimos escribirnos, y al principio yo lo hice. Sin embargo, no obtuve respuesta la primera vez, ni la segunda, ni la tercera…Quizás

Andrea se había dado cuenta de que lo nuestro era verdaderamente imposible, o mis cartas no llegaban a Italia. Lo pasé muy mal, es verdad eso de que el primer amor jamás se olvida. Yo seguí escribiéndole, y jamás dejé de hacerlo: le conté que me casé con tu abuela, que tuvimos a tu madre…incluso hace unos años le escribí con motivo de tu nacimiento…pero no respondía. Y de hecho, de la última carta que le escribí, tampoco obtuve respuesta…-hizo una pausa.-…en forma de carta.

-¿Cómo dices?- le pregunté, sin entender. Le había cambiado la expresión, de la nostalgia a la pura felicidad.

-¡Que ha venido a verme!- Dijo muy ilusionado. -¡Al leer lo de la operación ha venido a verme! ¡A mí! Después de 50 años pensando que ya no le importaba, después de una vida entera creyendo que yo ya ni existía para él, ha venido a España…a por mí. El corazón no me cabe en el pecho en este momento, solo quiero librarme de este gotero y bailar, saltar de alegría, como el joven que era cuando lo conocí…¿lo comprendes, cariño?

Claro que lo comprendía, Andrea era ese hombre con el que me había cruzado antes de entrar a la habitación.

 

Limerencia

Y la destruyó por completo de la única manera que conocía. La besó violando la intimidad de sus labios y de su lengua, la sujetó con fuerza para no dejarla escapar. Convirtió el abrazo en un beso.

Un beso mortal con el que la introduciría en la droga más peligrosa del mundo: Él.

 

 Memento

Era un truco que había aprendido con el tiempo. Te metes en la ducha, mojas rápidamente la cabeza con el primer chorro de agua fría, te apartas con un movimiento de película de acción, y te echas el champú mientras se calienta el agua. Rápido y eficaz. Aunque, sin duda, la mejor parte es la de después. Te introduces de nuevo bajo el chorro de agua, pero éste te recibe con una agradable bienvenida a base de agua caliente, que se lleva consigo la espuma con olor a limón que antes había sido champú.

Aquel día cerré los ojos, como siempre. Pero hice algo nuevo: me tapé los oídos con las manos. Sabía que porque me entrara un poco de agua en el oído no iba a caer enfermo, pero después de haber estado unas semanas con una otitis bastante pachucho, había que tomar precauciones.

Y resulta que descubrí algo nuevo al taparme los oídos, el sonido se distorsionaba, las gotas de agua que golpeaban mi piel sonaban muy lejanas, pero a la vez, muy fuertes. Era el mismo sonido que hacen las mismas gotas de agua sobre el capó y los cristales del coche, cuando este atraviesa un túnel de lavado.

Ay, aquellos días en los que acompañaba a mis padres a lavar el coche…me pregunté por qué había dejado de hacerlo…¡con lo divertido que era!

Me recordé siendo más pequeño, con unos seis o siete años, sentado en los asientos de atrás. Más concretamente, en un asiento elevador al que mamá llamaba: <<El trono del rey, de mi rey>>. Papá observaba de reojo mi reacción por el retrovisor, era la primera vez que iba a ver un tren de lavado, y tenía miedo de que me asustara. Yo estaba emocionado. Primero fueron todas esas gotas de agua, pero aquello no era agua solamente, era como un agua grasa, de color blanco, que resbalaba dejando huella por los cristales.

-¿Qué es eso?-pregunté.

-Es jabón, hijo-respondió mi madre. El coche seguía avanzando, y de repente unos grandes cepillos oscurecieron el coche casi por completo. Giraban y giraban a toda velocidad. Podía ver por los cristales todas las fibrillas que los componían.

-¿Te gusta?- preguntó papá. Asentí enérgicamente con la cabeza

Después de los cepillos, regresó la luz. Una corriente de aire estaba separando las gotitas de ahora ya sólo agua, sin jabón. Las llevaba hacia las esquinas de la ventanilla del coche. Yo seguía el recorrido de un par de ellas con el dedo. ¡Era como una competición! ¡A ver quién llegaba antes! Al final, la más grande alcanzó a la primera…y la engulló.

Separé las manos de los oídos, no debería estar gastando tanta agua. El recuerdo se esfumó tan rápido como había aparecido. Terminé de ducharme, me sequé y salí del baño.

-Hijo, no quiero saber qué haces tanto tiempo en el baño, pero…te agradecería que no derrocharas el agua.- Me gritó papá desde la cocina.

-No la derrocho, papá…- repliqué.-Por cierto…¿Cuándo vamos a ir a lavar el coche?

 

 Una chica en un autobús

Aquel día cogí el autobús como de costumbre, tras una odiosa espera de varios minutos, cerca del clínico y frente a un gris y enorme edificio donde se almacenaban las fuerzas del orden. Pero ese día subió una chica conmigo.

La muchacha sujetaba un sobre blanco con una mano. Con la otra mano guardó la tarjeta de viaje en el bolsillo de sus pantalones, y avanzó hacia la parte media del autobús evitando levantar la mirada. Mientras, acariciaba el sobre con la mano, como si fuese un tesoro. Y lloraba.

Se apoyó en las barras laterales y se miraba reflejada en el cristal; dejaba caer libremente las lágrimas por su rostro, y parecía pensar en aquello que le hacía llorar, algo que seguramente estaba relacionado con el contenido de aquel sobre. ¿Sería una carta de amor? ¿Una de despedida? Había subido al autobús cerca del hospital…¿contenía aquel sobre una mala noticia, tal vez?

No gemía, tampoco sollozaba, no le importaba que el autobús entero la estuviese viendo así. De todos modos, poca gente se habría percatado de ello, pues la mayoría de pasajeros, exceptuando quizás a algún anciano, o a un niño pequeño, estaban ensimismados con las pantallas de sus móviles, absorbidos completamente por el demonio verde . A veces pienso que sólo yo podía ver llorar a esa chiquilla que se limitaba a ver pasar las calles a través del cristal, sin inmutarse para enjugarse las lágrimas o los pensamientos.

Aquel día vi a una chica llorando en un autobús, y esa chica, era yo.