Pablo Incausa

pabloLa despedida

 Era una tarde fría, con un cielo cubierto de nubes negras que prometían ir a descargar una fuerte lluvia. El viento soplaba suavemente, arrastrando consigo las doradas hojas del otoño. Los árboles, cada vez más solos, se desnudaban para afrontar el invierno únicamente con su esqueleto. Entre las lápidas, oscurecidas por el tiempo, brillaban algunas recientes de un llamativo color blanco inmaculado.

     Él permanecía sentado frente a una de las tumbas, fumando en pipa y sin dejar de mirar el nombre que había escrito en ella. Junto a él, el estuche de su violín. Bajo sus pies, en aquella tierra cubierta de césped, reposaba el cuerpo de su esposa, su amiga, su compañera. Hacía ya tiempo que se había ido para siempre, arrastrada a otro mundo por una cruel enfermedad que había arrancado de la tierra la flor más preciosa. Todavía la echaba de menos. Sí, tanto como el primer día, aquel en el que sintió que un cuchillo de hielo atravesaba su cuerpo hasta hacer pedazos su alma.

     Buscaba con frecuencia esos momentos de soledad ante la tumba de la que seguía siendo la más brillante luz de su vida. Sin embargo en aquel día, fecha del cumpleaños de su fallecida esposa, había querido reunir a varias personas de gran importancia para ella. Quería rendirle un homenaje, como solía hacer en esa cita tan señalada. Así, mientras seguía fumando, apareció ante él su cuñado, ya ajado por los años, pero todavía un hombre vital.

     Poco después, cargando con su imponente violonchelo, llegó hasta ellos la mejor amiga de la difunta, que había compartido con ella los mejores y los peores momentos de su existencia, mostrando en estos últimos la verdadera y admirable naturaleza de su ser. Finalmente, rodeada de un brillo especial, llegó su hija. Traía el pelo revuelto y los ojos brillantes por las lágrimas que había derramado, pero mostraba toda la fortaleza que poseía en su siempre indómito corazón. En sus manos sujetaba con cariño y firmeza el violín de su madre, aquella joya convertida ya en reliquia familiar.

     Tras saludarse todos con un abrazo, cogieron sus instrumentos en silencio. El viento dejó de soplar, como si quisiera escuchar con atención la melodía que iba a ejecutarse. La hija, sacando el instrumento de su funda con delicadeza, se lo apoyó en el hombro y rasgó el aire con una nota que quedó suspendida en él unos segundos interminables. El resto de miembros fueron incorporándose poco a poca a la interpretación, primero con suavidad, para ir aumentando la intensidad de aquella maravillosa interpretación. Un mágico sentimiento rodeaba la escena, llevando su bello sonido hasta más allá de esas nubes que no dejaban ver el cielo.

     Embriagados por una poderosa música que les hacía volar, sintieron entre ellos la presencia de la fallecida, envolviéndolo todo y agradeciendo que le dedicaran esa bella canción, ejecutada con tanto y tan sincero sentimiento. Las lágrimas acudieron a los ojos de su esposo, con tal fuerza que acabaron por escapar de ellos y recorrieron impunemente su rostro dejando tras ellas un sabor agridulce.

     Su hija, llevada por la magia del momento, quiso terminar con un solo de extrema belleza. Sus dedos parecían estar poseídos por extrañas fuerzas superiores y el sonido que conseguían era tan prodigioso que todos la admiraban atónitos. Cuando la última nota, congelada en el aire, terminó por desaparecer, los presentes no pudieron menos que aplaudir sin dejar de mirar la lápida de la persona a la que honraban.

     Tras ese momento de éxtasis, todos se fueron marchando, excepto el esposo y la hija. El padre la rodeó con el brazo y ambos, juntos, miraron fijamente aquel trozo de piedra en el que estaba grabado el nombre de una persona excepcional a la que habían tenido el lujo de conocer. Con ojos vidriosos, una sonrisa apareció en sus rostros, al comprender que, allá donde ella estuviera, seguro que había escuchado con atención la música que acababan de tocar en su memoria.