Moisés Gascón

18471535_1515147291891664_1786301766_n

EL BUITRE

La carretera que cruzaba el país desde una costa a otra estaba prácticamente desierta a esa hora de la tarde. Por ella transitaban como si se tratasen de glóbulos rojos decenas de millones de automóviles diarios, ni qué decir, otro tanto de camiones cargados de miles de mercancías distintas. Continuamente, como la gran arteria que era, se colapsaba, y tenían que acudir las brigadas de carretera, bien porque el firme había cedido, un accidente o la carretera tenía una capa de hielo como las mejores pistas de patinaje del país.

Por ella circulaba un viejo Volkswagen que apenas se mantenía en pie. Cargaba una mercancía sospechosa en el maletero. Un par de kilos de cocaína colombiana y tenía que estar a las doce de la mañana del día siguiente en el otro lado del país.

Al volante, un tipo gordo con un ridículo bigotillo al más puro estilo Cantinflas. El dueño siempre había soñado con dejarse una poblada barba, pero, cosa de la genética, no alcanzaba más que a salir penosamente de aquella forma tan patética en la rechoncha cara.

Se movía inquieto, mirando de un lado a otro, temeroso, sabiendo que cualquier acción, cualquier mal gesto, podía hacer que acabase con su gran trasero descansando en prisión durante una larga temporada. Otra larga temporada. Pero ya se sabe, el ser humano es un animal de costumbres de las cuales no es tan fácil desprenderse como si se tratase de un pañuelo lleno de mocos.

La luz se había ido esfumando, dejando paso a una enorme y pálida luna que llenaba la carretera de un efecto fantasmagórico. Los coches poco a poco dejaron de ser importantes y quedaron relegados a un segundo plano, permitiendo que la mayor parte del asfalto perteneciera a intrépidos animalillos que salían en busca de comida mientras sus diminutos estómagos rugían por el hambre acumulada durante el día.

 En la radio, después del parte meteorológico que anunciaba un intenso calor como el que venía afectando a todo el país desde hacía unas tres semanas, dieron paso a una buena ronda de puro Rock and roll.

Deep Purple y su Highway star, Thin lizzy con su demoledor Cold Sweet, Joe Cocker cantando a sus viejos amigos con With a little help from my friends, la Creedance y su Lookin’ Out My Back Door

El hombre gordo comía brutalmente gran cantidad de bollitos que había comprado en un supermercado justamente antes de salir en su frenética aventura, hacía unos ciento sesenta kilómetros, lo que le parecía tan lejano como cualquier pesadilla de su niñez. Vio en la carretera, parado como un cadáver, un cartel en el que anunciaba que en diez kilómetros había un desvío hacia una gasolinera abierta de siete de la tarde a once de la noche.

Perfecto, llegaría antes de que cerrase y con un poco de suerte, echaría una pequeña cabezada que le hiciera recuperar fuerzas antes de proseguir con el viaje, ya que aún le quedaban por delante unos cuantos cientos de kilómetros.

La dulce voz de Lita Ford mientras cantaba su pegadiza canción Kiss me deadly hizo que el tipo gordo no se percatase del desvío, ya que estaba cantando y moviendo la cabeza como si de una adolescente frenética estuviera delante de su ídolo.

—¡Mierda, mierda, mierda! —se puso a maldecir mientras veía alejarse la carretera por el retrovisor.

Cuando se aseguró de que no veía ningún coche, dio marcha atrás hasta ponerse a la altura del desvío.

—Seré tonto —murmuró—. Recuerda lo que tienes en el maletero, gilipollas. Una más de éstas y terminas de nuevo en el talego.

Subió por la empinada rampa y paró a repostar. Se detuvo en el surtidor tres y mientras la manguera expedía litros de líquido, notó cómo las tripas comenzaban a revolverse. Tenía que ir a los servicios, si no, terminaría con una mancha marrón y apestosa en los pantalones.

Sacó la manguera y fue corriendo hacía la caseta mientras notaba como el «tema» iba descendiendo por el esfínter a gran velocidad.

Esperó dando graciosos saltitos a que una anciana terminase de contar una historia sobre la terrible operación de almorranas a la que se había sometido a la joven que estaba al otro lado del mostrador, sonriendo imaginándose a la anciana a cuatro patas mientras le cortaban pellejos hinchados del culo. Cuando el hombre creía que tendría que sacudir a la mujer, ésta guardó el monedero en su bolso y se marchó mientras observaba de arriba abajo al sudoroso hombre.

La joven, una imponente chica con pelo oscuro, gruesas gafas y unos enormes pechos que se trasparentaban en la camiseta negra, masticaba un chicle sonoramente moviendo la mandíbula una y otra vez.

—El cinco —gritó el tipo gordo.

La chica miró en su ordenador y se volvió hacia él.

—Señor, en el cinco no hay ningún coche, al menos que sea invisible.

El tipo gordo se giró mientras buscaba su coche.

—Perdón, el tres y si puede darse un poco de prisa…

—Sí, claro. Son treinta y tres con cincuenta. ¿Va a pagar en efectivo o con tarjeta?

El hombre le tiró un billete de cincuenta encima del mostrador mientras notaba como un pequeño chorro caliente comenzaba a descender por su pierna.

—Hay que ver, después dicen que los jóvenes somos los que no tenemos modales —respondió la dependienta mientras le entregaba el cambio.

—Bueno, lo que sea, por cierto ¿dónde está el baño?

—En la calle, nada más salir, giras a la derecha y la puerta en la que hay un dibujo de un muñequito. Allí es. Que tenga buen viaje.

El tipo gordo salió corriendo mientras escuchaba a la joven gritarle «De nada».

Llegó a la puerta con el dibujo de un muñeco y giró el pomo, pero ésta no se abrió. Volvió a probar con idéntico resultado. Miró un cartelito a la derecha en el que ponía «Pedir llave en caja. Gracias».

—Me cago en la puta madre de la dependienta —gritó mientras volvía corriendo a la tienda. Nada más entrar encontró a la joven con una amplia sonrisa tendiéndole un trozo de madera que tenía una llave colgando en un extremo.

—Gracias, zorra —escupió al mismo tiempo que le arrancaba el madero de las manos.

Volvió corriendo a la puerta y trató de introducir la llave, pero las manos le temblaban y no entraba. Por fin lo consiguió, y la puerta se abrió.

El lugar estaba completamente a oscuras. Estiró la mano en busca del interruptor. Lo golpeó y varios fluorescentes comenzaron a parpadear hasta que por fin se estabilizaron.

A mano derecha había un par de lavabos con una sustancia marrón bastante sospechosa. Pensó que si tuviera que lavarse las manos preferiría meterlas en el primer retrete que se encontrara.

Abrió la primera puerta y se dio de bruces con una taza con una enorme bolsa negra por encima y un cartel en el que ponía «Fuera de servicio». Quedaban cuatro más libres.

Empujó con la punta del zapato la segunda puerta y entró velozmente, levantó la tapa y se encontró una serpiente marrón larga y apestosa. Tiró de la cadena, pero no salió ni una tímida gota.

No podía aguantar más, así que entró en el tercero y pensó que ya podía haber cocodrilos o el Gólgota de la película Dogma, se sentó mientras su trasero expulsaba aquella masa hedionda y sintió como el estómago se relajaba. Una intensa y placentera paz inundó su cuerpo mientras sudor frío recorría su cuerpo.

Mientras vaciaba, se dedicó a mirar las pintadas en las paredes.

—Jerry cagó aquí. 1975. El pollo Popeye es la polla. Tom chupó tres pollas aquí. Pennywise vive.  Si quieres una buena anaconda llama al…

Entonces vio uno que le llamo la atención expresamente:

—Polla descomunal, te destrozará la columna vertebral. Numero…

El tipo gordo comenzó a reír ya que siempre le había hecho gracia la cantidad de poesía ácida que uno podía encontrar en los retretes de las áreas de servicio de carretera. Cualquiera podía poner el número de un amigo para gastarle una putada.

Entonces tuvo una idea, cogió el teléfono y marcó el número escrito en la pared. Comenzó a sonar tonos al otro lado del teléfono mientras una sonrisa aparecía en su cara.

Un tono, dos, tres… y descolgaron.

— ¿Sí?

—Hola —respondió mientras se aclaraba la garganta—. Estoy buscando esa polla que me reviente la columna, ¿Es ahí?

De repente, la puerta del baño se abrió como si una explosión al otro lado la hubiera reventado y una sombra surgió tras ella.

—Sí, aquí estoy —rugió, y la visión del tipo se fundió, como si la noche hubiera hecho una espectacular puesta en escena.

 

Un intenso calor hizo que se despertase. Comprobó como un dolor atroz se había instalado en su garganta mientras le transmitía fuertes golpes de ardor. Un enorme chichón coronaba su frente y los riñones le dijeron mediante un agudo pinchazo que llevaba demasiadas horas en la misma posición.

Se recostó y vio que estaba dentro de un coche, ¿sería el suyo? No lo sabía con certeza, estaba desorientado. El sol cegador y gigante entraba a través del cristal pareciendo más una pegatina que un astro espacial. Notó su cuerpo empapado en sudor.

Se preguntó qué hora sería, así que levantó la muñeca y comprobó en su viejo reloj que marcaba casi las ocho de la mañana. ¿Tan pronto y ya hacía tantísimo calor?

Se giró y pulsó el botón del elevalunas, pero éste no hizo mención de funcionar.

Con una estúpida sonrisa cayó en que después de tantas horas el coche necesitaba encenderse para que llegase corriente a los circuitos. Giró la llave y vio cómo varios pilotos brillaban en el panel de control, probó de nuevo el botón y siguió igual. Parecía estar muerto.

Apagó y volvió a girar la llave, volviendo a ver cómo se encendían los pilotos. Enfurecido, pulsó repetidas veces el botón, pero este no quería hacer su función.

—Espera, espera. Piensa. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí?        Demasiadas preguntas en tan breve espacio de tiempo. Intentó pensar, recordar los últimos pasos.

—¡¡La gasolinera!! —gritó—. Estaba… paré a echar gasolina y entonces… ¡¡el apretón!! Y la cabrona de la tía buena de la dependienta, su sonrisa de guarra al tenderme la llave cuando ya casi me había cagado encima. Luego… las pintadas, la llamada y… la puerta abriéndose. La sombra… Mierda, no recuerdo nada más.

Probó repetidas veces el botón, pero seguía sin funcionar. Luego intentó abrir la puerta, dando con el mismo resultado. Giró la llave para encender el coche, pero ya sabía con certeza que el coche no arrancaría. Exactamente, el motor permaneció inmóvil.

—Me cago en la puta, pero… ¿qué demonios le pasa a este coche?

Notaba la garganta agrietada por la falta de líquido.

Entonces, reparó en una bolsa en el asiento del copiloto que no había visto. La abrió y vio dos botellas de agua de dos litros llenas de líquido salvador y un par de bolsas de patatas fritas.

Agarró la botella con avaricia y comenzó a engullir el agua mientras se empapaba la camiseta al caerle líquido por la boca. De repente, expulsó todo lo que tenía en la garganta y acabó esparcido por el cristal del coche mientras escupía al suelo.

— ¿Pero quién puede ser tan hijo de puta? —gritó mientras tiraba la botella contra una de las ventanas—. ¿Qué clase de juego es este? Cabrón, si me estás viendo, que sepas que te voy a destrozar las entrañas, ¿por qué me llenas la botella de agua con sal? Cabrón, cabrón, cabrón…

 Miró en todas direcciones intentando descubrir unos ojos que le estuvieran observando divertidos por su sufrimiento. Sólo contempló un inmenso desierto y la soledad, la angustiosa soledad.

—Mierda, tengo que estar en —miró el reloj y vio que marcaba las ocho menos un minuto— tres horas y estoy aquí encerrado, y no tengo ni idea de dónde estoy.

Buscó por el coche algo que le sirviera para saber qué ocurría, una pista, pero no encontró nada, entonces recordó la droga y pasó al asiento trasero con intención de abrirlo por los respaldos de los asientos. Tiró de la pequeña palanca en el lateral pero el asiento no se movió. Notó como los nervios comenzaban a salir a flote, algo muy habitual en él y empezó a golpear los asientos con los puños hasta que estos comenzaron a sangrar. Se tumbó y emprendió una infructuosa batalla contra los cristales a base de patadas donde lo único que consiguió fue torcerse un tobillo y notar cómo empezaba a hincharse mientras el dolor se apoderaba de su pie.

Pasó de nuevo al asiento delantero e intentó pensar, pero cómo todo en ese día, no parecía funcionar y sentía como en su mente se había instalado una niebla de extrema densidad que no le dejaba pensar.

Las horas pasaban y cada vez hacía más calor dentro del coche. Los labios hacía rato que se habían agrietado y comenzaron a sangrar en diminutas gotas rojas que caían a la camiseta. Le dolía la boca al intentar abrirla para hablar. La garganta seguía ardiéndole, como si un radiador hubiera sido instalado en ella. Tragar saliva se había convertido en toda una odisea y hacía bastante rato que ni lo intentaba.

Estaba en calzoncillos y poco a poco el cuero de los asientos se había ido adhiriendo a su piel como si estuvieran recubiertos de pegamento, así que optó por poner la ropa sobre los ellos. Intentaba pensar en quién podía estar jugándosela de esa manera: Charlie el Tuerto, los chinos, Joe… No lo sabía. Todos tenían papeletas para andar detrás de ese asunto, pero no creía que fuesen tan lejos, aunque los chinos…

Cuando el reloj marcaba casi las doce y media sintió unas ganas enormes de orinar, aunque sabía que si lo hacía ahí dentro, habría un olor horrible y ya tenía bastante con el del sudor, así que intentó calmarse y esperar que las ganas desapareciesen.

Pasado un rato, no puedo aguantar más y se inclinó sobre el asiento del copiloto y notó como el líquido hirviendo era expulsado. Una enorme ola de placer le inundó, casi como un orgasmo.

Cuando terminó, se sentó de nuevo en el asiento y comenzó a llorar.

Se sentía mareado, la cabeza comenzó a dar vueltas en todas direcciones mientras extraños colores aparecían ante sus ojos, parecía un extraño viaje a través de la Interestatal LSD.

El pulso había ido aumentando hasta entablar velocidad de crucero de manera excesiva mientras la piel comenzaba a hervir. Se sentía como si estuviera dentro de una olla en mitad del Amazonas esperando ser devorado por una tribu de caníbales sin civilizar. La visión comenzó a nublarse al mismo tiempo que se duplicaba el volante al que miraba con firmeza, y cayó desmayado chocando contra la ventanilla.

Le despertó el ruido de unas patas paseando por el techo del coche. Escuchaba unas afiladas garras arañar el metal mientras éste se hundía en pequeños bollos.

Con un dolor de cabeza atroz consiguió fijar la visión en el cristal y a los pocos segundos apareció una cabeza peluda con un enorme pico. El tipo gordo creía que era fruto de sus delirios, pero el enorme buitre bajó hasta el capó del coche y se quedó mirándole fijamente durante unos segundos hasta que echó a volar.

El recluso sentía que empezaba a perder la cordura, todo aquello no estaba pasando, posiblemente se habría caído en la ducha y despertaría de un mal sueño tirado en el suelo del baño, no podía ser cierto todo lo que le estaba sucediendo. Sin embargo, un retortijón le sacó de sus pensamientos y le llevó de nuevo a la cruda y calurosa realidad. Necesitaba evacuar, esta vez por detrás.

No quería hacerlo, pero no le quedaba más remedio, así que se quitó los apestosos calzoncillos y se agachó sobre el asiento del copiloto. Pronto notó como el estómago se vaciaba mientras diarrea caliente era expulsada sobre el suelo del coche. El olor penetrante le dio arcadas, pero supo que si vomitaba, estaría perdido, así que con gran paciencia y esfuerzo, contuvo las arcadas mientras su esfínter soltaba lastre.

El buitre volvió y se posó de nuevo en el capó, observando a su presa, observando a un tipo gordo que parecía enfermo y a punto de ser un gran festín. Abrió la boca, bostezó y se sentó a esperar que la naturaleza hiciera su trabajo con el sujeto del interior del coche.

Cuando el hombre hubo terminado, se vistió sin molestarse ni siquiera en limpiarse y miró fijamente al animal. Era una mirada de vida o muerte, esa que encuentras entre una presa que sabe que está sentenciada y sólo puede esperar un poco de piedad de su atacante.

—¡Fuera de ahí, maldito bicho! No estoy muerto, así que vete a tomar por culo a otro lado. Fuera —rugió el hombre mientras estampaba una de las botellas contra el cristal, pero el buitre ni se inmutó.

Los dos se quedaron quietos, ahorrando cualquier mínima energía porque sabían que las iban a necesitar.

Así pasaron varias horas hasta que el calor se fue diluyendo y la noche comenzó a caer y con ella, las temperaturas.

El frío se apoderó del coche y del destrozado cuerpo del hombre gordo. Temblaba de los pies a la cabeza, pero no tenía fuerzas para vestirse, así que se limitó a ponerse la camiseta a modo de manta mientras no dejaba de mirar al siniestro amigo que ahora dormía en el exterior.

Comenzó a dormirse y pronto fue transportado a una cama con sábanas de seda y una almohada blanda, la cajera de la gasolinera apareció por los pies de la cama y comenzó a ascender por sus piernas mientras pasaba su lengua por ellas. Cuando la joven estaba en plena faena, alguien comenzó a llamar a la puerta, primero despacio, como cuando golpeas una pared buscando una baldosa hueca. Pronto, el ritmo se fue incrementando a la vez que la potencia hasta parecer que estaban golpeando la puerta con un mazo. Abrió los ojos y vio que la joven había desaparecido y en su lugar se encontraba un enorme buitre que portaba su polla en la boca mientras la masticaba hasta engullirla. Fue entonces cuando gritó con todas sus fuerzas.

Salió despedido  contra la ventanilla y se golpeó la cabeza, la imagen se volvió borrosa y comprobó cómo una tenue luz rojiza aparecía a lo lejos. Estaba amaneciendo, había aguantado la primera noche.

Buscó al asqueroso animal, pero no lo vio en el capó del coche y entonces comenzó a reír y gritar con fuerzas que ni siquiera sabía que su cuerpo albergaba.

Entonces, volvió a escuchar los golpes.

¿Quién está llamando a la puerta?, pensó.

Volvió la cabeza buscando a su salvador, pero no vio a nadie hasta que miró por el espejo retrovisor. Ahí estaba el buitre golpeando con su pico y arañando con sus garras el maletero. Había abierto pequeños agujeros en él y trataba de introducir el pico dentro, pero aún eran demasiado pequeños.

En ese momento tuvo verdadero terror, no de morir mientras soportaba otro fatídico día de incesante calor, si no de aquella maldita alimaña. Sabía que si entraba, no tendría fuerzas para defenderse, así que comenzó a gritar intentando espantarlo y a tirarle todo lo que encontraba por los asientos del coche, pero el animal estaba decidido a entrar.

Entonces hizo un hueco que le permitió pasar su peluda cabeza e introducirla dentro hasta el cuello.

—Venga, cabrón. Entra si tienes huevos, no, mejor, trágate toda la puta coca del maletero, ya verás que viaje más bonito pillas, hijo puta. Venga.

El buitre ya había introducido medio cuerpo dentro y sacó la cabeza mientras le miraba triunfal. Un sonido comenzó a llegar desde un lado que no supo adivinar, ¿quizá el norte?, ¿el sur?

A lo lejos, unas luces azules comenzaron a llenar la oscuridad que se resquebrajaba ante ellas.

— ¿Pero qué diablos es eso? —murmuró.

Ahora ya podía verlo, media docena de coches llegaban con luces en el techo y sirenas destrozando la quietud del desierto.

—Mierda, no. La poli. Pero… mejor en la cárcel que muerto, ¿no? —pensó. Todo había salido mal. Lo que parecía un trabajo fácil, llevar el coche del sitio A al sitio B, se había truncado desde que paró en aquella maldita área de descanso y un malnacido le encerró en el coche en mitad del desierto, pero lo peor sin duda era él, el buitre.

En un par de minutos llegaron los coches levantando una fuerte polvareda que hacía que parecieran coches fantasmales debido a las luces giratorias. Se pararon a escasos metros y comenzaron a bajar agentes de uniforme mientras desenfundaban sus armas.

El hombre gordo se descubrió gritando como un loco que le sacaran de allí, que le ayudasen, incluso estaba llorando, pero no sabía si era debido a la felicidad por poder poner fin a esa aventura o por miedo de lo que vendría a continuación.

El buitre miró a los nuevos visitantes y batió las alas mientras se alejaba de la escena para observarla desde una distancia prudente.

Ahora el hombre golpeaba con los puños las ventanas, suplicando.

El que parecía ser el líder se acercó al coche e hizo un gesto al hombre para que abriese la puerta y le gritó que saliera con las manos en la cabeza. Éste les contestó que las puertas estaban selladas y no podía salir. El jefe ordenó a varios de sus hombres que probasen las puertas y para sorpresa del hombre gordo, se abrieron a la primera.

Sacaron al tipo y lo tumbaron en el arenoso suelo mientras le esposaban las muñecas a la espalda. El jefe se acercó al maletero y lo abrió.

—Lo tenemos, tenemos al hijo puta que buscábamos —gritó a sus hombres mientras en varios de sus jóvenes rostros se veía una mueca de tranquilidad.

El jefe agarró al hombre y lo arrastró hasta el maletero mientras le preguntaba por lo que había en su interior.

El hombre estaba desconcertado, ¿Qué era eso? ¿Cómo había llegado allí? ¿Por qué cojones estaba el cadáver de la dependienta dentro de su maletero?

El buitre no venía a por mí, el cabrón venía a por el cadáver de la dependienta. Joder…

—Yo no he sido, os lo juro, sólo paré a echar gasolina, para ir a cagar y luego… mierda, yo no he sido, yo no he sido, ha sido el buitre. Ha sido él, el buitre, ha sido él, os lo juro —gritaba mientras lo metían dentro del coche patrulla.

—¿Y la droga? ¿También la ha traído el buitre? —rio uno de los agentes a la vez que metía el paquete en una bolsa transparente.

El jefe de policía indicó a todos que se montasen en sus respectivos coches salvo a una pareja. Ellos serían los encargados de esperar al juez que no tardaría en llegar para levantar el cadáver. Mientras tanto, él iría a comisaría e intentaría que el pajarito que habían capturado cantase. Quería tener el caso cerrado antes de finalizar el día.

Todos los agentes menos dos se montaron en sus respectivos coches y salieron de allí levantando otra nueva oleada de polvo. La pareja a cargo de esperar al juez y remolcar el coche se metió dentro de su vehículo y esperó a que la pequeña tormenta de polvo se disipase mientras fumaban un cigarro y reían al escuchar un chiste que acababan de contar por la radio mientras, a escasos metros de allí, el buitre degustaba un suculento ojo que logró arrebatar al cadáver que alguien había escondido en el maletero del coche.