Jaime Montañés

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De los julandrones raquíticos

que jugaron con una pelota,

pelota suave, lisa, esférica como una buena bola

(pues si no fuera bola, pelota no sería).

De estos señores, más bien niños,

poseedores de tal ingenioso juguete,

ladraron improperios (puta, malparido)

cuando la esférica dama se fue volando

a los brazos del árbol.

Ahí, ahí, ahí se fue la inocencia,

ahí, ahí, ahí uno escaló por el seno del árbol

hasta tocar el fruto prohibido en forma de pelota.

Pues si tuviéramos que poner un nombre,

llamar a la pelota no sería tan difícil.

«Pelota de Adán», «Pelota de Eva»,

«El fruto de Eva», «El fruto de Adán».

El niño,

que subía hasta la rama

donde el fruto descansaba,

miraba con lujuria su recompensa.

Más el destino, justo entre los justo,

hizo que el presente-futuro del lozano

fuera el de posar en mala rama su mal pie,

cayendo al vacío,

perdiendo la inocencia.

Y con la cabeza incrustada en el bordillo,

sin penas ni glorias,

la visión última fue la de la pelota bajando,

chocando con el suelo,

rebotando,

volviendo a caer al suelo y realzar el vuelo.

La pelota, fiel a su comprador,

en el cuerpo tendido acabó.