«Exilios»

Exilios, José Antonio Conde,

prólogo de Francisco Jarauta,

Libros del Innombrable, Golpe de Dados,

Zaragoza, 2007, 82 págs.

María Pilar Martínez Barca
Siembra de paraíso

José Antonio Conde Lafuente (Sierra de Luna [Zaragoza], 1961), poeta de la imagen, pintor lírico, cuenta con obra gráfica en colecciones públicas como la Fundación Maturén (Tarazona), el Museo Nacional de Dibujo “Castillo de Larrés” (Sabiñánigo) o la Biblioteca de Aragón (Zaragoza), junto a varias privadas y un sinnúmero de exposiciones colectivas. De él escribiría Antonio Fernández Molina: “En el claustro materno del agua, de la tierra y la piedra, en el corazón y el cerebro se gesta el fruto de la flor de la creación” (Catálogo de olvidos, 2004). Y Ángela Ibáñez: “Crear imágenes para las palabras es ampliar el horizonte de las miradas” (Ocelos, 2004-2005).
Y es que espejos y lluvia, o su agónico desierto, son un todo continuo, metáfora sin cesuras en collages y prosas. Tras los poemas sueltos en revistas como Turia (Teruel), Cuadernos del Matemático (Madrid) o Árbol de fuego (Caracas), nos sorprende la pesadilla insomne y angustiada, apocalíptica, del ángel para siempre desterrado: “De vuelta, el ángel succiona la oquedad de las felicias y arroja en los lagares de la sombra un líquido nervioso con abundancia de deudas” (La vigilia del mármol, PUZ, 2003).
A Entre paréntesis (Lola Editorial, Libros de Berna, 2004) le suceden unos nuevos Exilios (2007). La alegoría mítica del agua y el símbolo del fuego hacia el abismo trágico de la noche, la pétrea oscuridad de mitos y deidades sin solución de luz seguirán proyectando la desazón del hombre y sus desvelos. Pero algo ha cambiado de raíz: “Ha llegado la hora de abrir la miel de los espejos y de cerrar el muestrario de las adelfas porque en su mirada nunca amanece”. Y la primera forma de lograrlo es volver a la infancia, ese reino de sílfides, ninfas, palomas… por el que ahora transitan Sandra y David, los hijos del poeta.
Y sin embargo, como en Miguel Hernández, las tres grandes heridas permanecen: “Llegó con tres heridas: / la del amor, / la de la muerte, / la de la vida”. Porque “el exilio fue el del tiempo”, como afirma Francisco Jarauta en el prólogo. A partir de ahí la pérdida del alba, la falacia que lleva al desamor, el tránsito del tiempo hacia una noche que preserva la luz en lo más íntimo.
Los poemas, o prosas –tan sutil es el límite-, se enmarcan entre dos espejos: “He atravesado las creencias” (Antonio Gamoneda); “solamente en la búsqueda hallas por un instante / lo que detrás existe y que siempre te obliga / a amar lo que es mortal” (Johann Hjálmarsson). Y en el centro el deseo que configura libro y corazón: “Para mis campanas quiero un presagio de nieve; para mi camino un salario de relámpagos”.
“Un contorno de palomas desata la agonía del rocío”. Desterrado el poeta del origen, siente “la transparencia del engaño, un vacío de máscaras en la incertidumbre”. Es el suyo un camino de oquedades y ausencias: al norte, “la morada del frío” –palabra en soledad-; al sur, los delirios fugaces de una luz todavía adolescente; al este y al oeste, la ternura de la primera aurora y “los límites de la duda”, donde “Dios rectifica y arroja el arco iris a las llamas para inventar después un abismo de ocres”. Existencia y creencias que se van extinguiendo como “el cilantro en las manos del escriba”, exilio de la sombra. Pero afirma: “Por una vez no hay debilidad en mis índices”.
Contradicción y búsqueda que le llevan al compromiso íntimo con los que más padecen la herida del destierro, “con todos aquellos que soportan la exigencia del áspid”, a mitad de camino entre las revivencias bíblico mitológicas y el fragor de la tierra y los manglares. Lírica exquisita, enhebrada de un léxico inusual e imágenes que erizan la piel del corazón. Algunos señalaron ya el influjo del Apocalipsis de San Juan, Saint-John Perse, René Char, Paul Celan, Blake, Víctor Hugo, Michaux, Lorca, Cocteau… Yo diría que estamos ante una voz auténtica que se abrasa en deseos puros de paraíso, más allá de la sombra aleixandriana, consciente del abismo que clausura el retorno: “Furtivo en la morada de la bestia, soy adicto a las estrellas y me arrepiento”.

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