El último verano de Mrs. Brown. Doris Lessing
Al comenzar la redacción de estas líneas, he de confesar que la concesión del Premio Nobel de Literatura a la escritora Doris Lessing ha sido un acicate para la relectura de algunas de las obras de esta veterana autora británica.
Tras haber leído, durante mis vacaciones estivales, la última novela brotada de la pluma de tan singular y prolífica dama de las letras –“The Cleft”- y puesto que esta reciente creación, ahora traducida a nuestra lengua (“La grieta”), ya empieza a ser objeto de muy eruditos comentarios, he preferido escoger la primera obra que, hace más de treinta años, me descubrió la existencia, en la otra orilla del Canal de la Mancha, de una novelista, cuya creación literaria era mucho más que la composición de una elegante y pulcra ficción. Fue esa obra “El último verano de Mrs. Brown”, publicada en nuestro país en el año 1.974 por la casa Seix Barral, pocos meses después de que su original, en lengua inglesa y con el título “The summer before the dark”, hubiera salido de las prensas de la editorial británica.
Siempre me ha sorprendido la licencia del traductor de esta novela, quien, vertiéndola a nuestra lengua, ha sorteado la dificultad del casi intraducible título original (“The summer before the dark”) por el más franco y explícito de “El último verano de Mrs. Brown”. No censuro esta decisión, pues, insisto, la frase “The summer before the dark” resulta muy peliaguda de transcribir con vocablos españoles, dando como resultado la pedestre traslación de “El verano antes de lo oscuro”; por tanto, considero muy atinada la opción elegida por el traductor, ya que, al término de la lectura de esta narración, tenemos la certeza de que las venideras estaciones estivales de Kate Brown serán muy diferentes tras las vivencias soportadas durante el tiempo descrito en la novela. Ahora bien, el metafórico titulo original (“The summer before the dark”) que, tal como he dicho, se reproduciría literalmente en español como “El verano antes de lo oscuro”, me parece un eficaz utensilio para la exposición de la que, en mi opinión, es el alma de esta espléndida novela.
En el momento de su publicación –el año 1.974-, “El último verano de Mrs. Brown” fue reputada, y con razón, como un alegato feminista, y pienso que, en la actualidad, ocurriendo que Doris Lessing, ha sido muy conocida por su defensa de los derechos de las mujeres, esta casi vieja novela corre el riesgo de ser confinada al estante de las eternamente justas proclamas en pro de antiguas y nunca cumplidas reivindicaciones.
Por ello, y si nos limitamos al aspecto estrictamente feminista del trabajo literario, éste puede resultar algo caduco, ya que la historia de Kate Brown, mujer de cuarenta y tantos años, esposa de un neurólogo y madre de cuatros hijos ya adultos, que, enfrentada a la soledad de un verano, resuelve afirmar su identidad frente a su entrañable familia, cuánto contiene de lo ya dicho y repetido hasta la saciedad con mayor o peor fortuna. Ahora bien, “El último verano de Mrs. Brown” ha sido y continúa siendo una soberbia cavilación en torno al pánico sufrido por quien, con independencia de ser hombre o mujer, se asoma a la profunda sima del despeñadero de sus más arraigadas y queridas emociones.
Doris Lessing ha armado una fábula, en la que los lances y los avatares de Kate Brown durante su solitario verano, son el germen de la meditación comprimida en la metáfora del inquietante título original inglés: “The summer before the dark” (“El verano antes de lo oscuro”), puesto que la autora nos transmite el sentimiento de cómo el esclarecimiento y el conocimiento de nuestros más recónditos y lícitos sentimientos nos enfrentan a la incógnita de un tiempo venidero que, no siempre, se nos muestra con las más halagüeñas perspectivas; de ahí ese “oscuro” recogido en el original titulo inglés de esta novela.
La escritora concibe el verano, cálido y luminoso, como la alegoría de una mortificante revelación –la percepción de un “yo” adormilado en el inconsciente de Kate Brown-, al tiempo que “lo oscuro”, “la negritud” son las imágenes de que sirve nuestra novelista para conformar la desazón de quien, turbado por tal hallazgo, camina hacia la incertidumbre del encuentro con nuevas y azarosas sensaciones, no siempre convencionales, quizás no muy placenteras, tal vez arriesgadas y destructivas.
El verano al que se enfrenta Mrs. Brown ha sido estructurado en cuatro capítulos: “El hogar”, “Global Food”, “Las vacaciones” y “El hotel”, mientras que la última parte de la novela titulada “El piso de Maureen” coincide con los últimos días de ese peculiar estío vivido por Kate y con el preludio de un lluvioso e incierto otoño al que ha de carearse el nuevo temple de la protagonista.
No obstante y aunque Doris Lessing invoca la luz y el calor estivales como una parábola del peregrinaje del alma de la heroína, no es menos cierto que la estación veraniega ha sido fraccionada en los cuatro capítulos antes citados, correspondiendo, paradójicamente, cada uno de ellos, en mi opinión, a las diferentes fases de la luna, un oportuno tropo para avanzar en la exploración de las sucesivas odiseas mentales de la heroína en su éxodo rumbo al temido aunque sosegado amanecer de su transformada conciencia, un fin correlativo a la enigmática oscuridad del futuro tras la revelación descrita en “El piso de Maureen”, el último episodio de la obra.
Así, el capítulo denominado “El hogar” se incardina en la fase de la luna nueva, un momento durante el que Kate Brown afronta, animada por Michael, su marido, a punto de iniciar un viaje de trabajo a Estados Unidos, la soledad del estío y la experiencia de un trabajo como traductora simultánea en la institución “Global Food”, un verano que, en palabras de la agorera autora, en ese instante escondida merced a la invisibilidad del astro nocturno, “pronto iba a resultar una de aquellas épocas más reducidas, tensas y concentradas.”, un vaticinio ajeno al bienestar de la madre de esa ejemplar y acomodada familia que habita una coqueta casa con jardín en un pudiente suburbio de Londres, pero que, cada noche, se siente acosada por una fastidiosa pesadilla: durante un incipiente y nunca completo amanecer ha de soportar el fardo de una herida foca, agonizante, un desvalido animal al que ha de salvar la vida llevándolo en sus brazos hacia un lejano océano que jamás aparece ante sus ojos.
Será la gestante luz del cuarto creciente –“Global Food”- la que alertará a Kate de sus excelentes y, hasta entonces, ignoradas dotes como intérprete simultánea y organizadora de congresos, un buen hacer profesional que ella imagina como una mera prolongación del escrupuloso cumplimiento de sus deberes domésticos, aunque, cuando el reflejo de un escaparate le devuelva la estampa de una hermosa dama, una femenina vanidad se ha clavado en el hogareño espíritu del ama de casa que, inmediatamente, renueva su guardarropa.
Kate, bella y rica –ha sido mucho el dinero ganado con su trabajo-, vive una desafortunada y extraña aventura amorosa con Jeffrey, un americano mucho más joven que la atractiva dama inglesa, un período durante el que añorará las delicias de su vida conyugal mientras viaja con su amante por las costas andaluza y alicantina para acabar recluida la pareja, él muy enfermo, en un pueblo del interior levantino. Es el tiempo de “Las vacaciones”, del plenilunio, cuyo blanco fulgor alumbrará el aburrimiento y las reflexiones de Kate sentada en el balcón de un modesto hotel, así como su liza contra la morriña de su confortable casa de Londres y la nostalgia de sus cotidianos goces como esposa y madre de una tranquila y acomodada familia, cuyos miembros, cada uno por diferentes razones, se han desperdigado por diferentes rincones del mundo, en tanto que la heroína, a solas con su mal sueño, siempre en compañía de su foca, aún no ha logrado alcanzar la orilla del mar. Es más, en uno de sus delirios de cada noche, habrá de rehuir a un atractivo joven, tan imperiosa es su faena de cuidar y de mimar a la foca. Y será esta urgencia la que aguijoneará la huída de Kate de España, contagiada de la misma enfermedad padecida por su joven y torpe amante (“…hacía el amor como un chaval de diez años al que su pandilla ha desafiado a subirse a lo alto de una tapia…”), hacia su seguro y abrigado Londres, una ciudad invadida de turistas y en la que su cobijo será un caro hotel de Bloomsbury, donde, durante tres semanas y cuidada sucesivamente por tres jóvenes mujeres, superará esa enigmática enfermedad coincidente con el mortecino brillo de la fase lunar del cuarto menguante (“El hotel”), un período de decadencia y envejecimiento de la espléndida dama que, en los anteriores ciclos del planeta de la oscuridad, había cautivado a delegados y funcionarios extranjeros, mientras que, ahora, llama la atención por su estrafalaria pinta de mujer desequilibrada que, contra su voluntad y durante una representación teatral, da la réplica a los actores, tan absurda se le antoja la pugna de sentimientos fingida sobre las tablas, siendo que unos meses antes la sentía como una experiencia muy cercana a su sensibilidad.
Kate, debilitada y acosada por la alucinación de la foca, se aloja en una habitación de estudiantes, un dormitorio instalado en un semisótano, donde vive Maureen, una buena y desorientada muchacha que bien podría ser su hija y con quien, comportándose como una auténtica madre, la protagonista se encamina hacia el definitivo amanecer de sus sueños (“El piso de Maureen”), un encarnado sol alzándose sobre un mar donde abandona a la foca que ha sido su compañera de destierro durante ese insólito verano que le ha dejado una chocante cicatriz: una franja de canas en medio de su rojizo cabello y que, por decisión propia, nunca esconderá con el milagroso filtro de un tinte, pues es el momento de aceptar el arribo de la ya no tan lejana vejez y, para afrontarla, nuestra mujer “se dirigió a la parada del autobús que la llevaría a casa.”