El tesoro de Espoz y Mina. Fernando Jiménez Ocaña
Editorial Onagro. Zaragoza. 2007. 461 p.
Mario de los Santos
Dice un amigo que abrir un libro es amanecer con la duda de si el acto habrá acertado en la elección, cerrarlo debería ser la certeza de que ha merecido la pena.
El Tesoro de Espoz y Mina es un claro ejemplo de esta máxima. Hay libros que nacen con vocación de gustar a una mayoría de lectores. Pero el autor, esta vez, no ha tirado por esos caminos. El Tesoro es un libro que tendrá un público fiel entre aquellos que desayunan un café mirando el reloj antes de la salida del sol; entre los que desgastan las suelas pateando aceras; entre los que almuerzan con clarete y mantel a cuadros. Aquellos que busquen asesinos, conspiraciones internacionales y complots sectarios, deberán esperar otra oportunidad. Jiménez-Ocaña no necesita grandes tramas para demostrar que es un escritor sólido, con oficio. Un escritor que sabe qué se trae entre manos.
La historia se sitúa en los primeros años de la década de los ochenta y arranca con un joven albañil que decide dejar su trabajo para convertirse en escritor. Tal vez, estas primeras páginas resulten algo lentas al lector, trasmitiendo la sensación de un motor frío que necesita arrancar. En ellas, parece que el narrador en primera persona tarda demasiado tiempo excusando su decisión.
La sensación de asistir a un calentamiento se consolida en cuanto la historia entra en su trama central, cuando el joven se independiza y comienza a vivir con unos amigos. Aquí tanto la imaginación –o la memoria – como el arte de Jiménez-Ocaña sale a relucir con una narración fluida, sobria, efectiva, que, desde una ironía muy saludable, nos relata las anécdotas cotidianas del protagonista. Aquí se relata el asfalto infinito de la ciudad, el frío de las habitaciones de estudiantes, el sexo urgente… Pero sobre todo se relata el amor a la literatura, la lucha por una frase correcta en el inicio, el ansia que destruye los tejidos cuando no salen las palabras adecuadas. Otro de los aciertos de autor es la descripción de la iniciación del protagonista en la venta ambulante de libros. Es difícil no compartir la sensación de amenaza que trasmiten los habitantes de ese mundo de vendedores, mercachifles, ventajosos y aprovechados. Se comparte tanto como el alivio de una mano amiga, de la aparición los camaradas de guerra que siempre otorga la vida. El libro queda dividido claramente en dos partes con la aparición del personaje Natalio Viñas. En esta segunda mitad del libro, el protagonismo que el personaje principal decrece y se convierte en un narrador-testigo de la vida de Natalio. Y si Jiménez-Ocaña acertaba en la descripción del mundo del rastro, es magistral, casi cinematográfica, su visualización de Natalio Viñas. El personaje navega certeramente entre la pederastia y la santidad, sin que ningún matiz intermedio le sea ajeno. Quizás sea esa humanidad, no entendida como bondad sino como vivencia de las circunstancias, lo que hace que sea imposible no desear, más de una vez, hallarse mirando por el ojo de la cerradura de su puerta.
Para concretar nos encontramos ante un libro inusual en esta ciudad. Un libro que no necesita ensalzarla para hacer que la añoremos. Un libro que recupera la memoria de un tiempo y un espacio que ya no se repetirán: Zaragoza y su rastro. Una crónica que coloca a su autor, a pesar de ser cordobés, como uno de los mejores cronistas actuales de la vieja Zaragoza.